Viene del capítulo cuatro.

Faltan quince minutos para las 10 de un viernes caliente en el verano de la pandemia rosarina. El centro de la ciudad es una incógnita. No hay pistas sobre si esas nubes crecerán hasta la lluvia o si el sol ganará la pulseada y tendremos un mediodía pesado. Los mosquitos que desde el día anterior parecieron caer del cielo como una lluvia de sapos hambrientos apuestan a lo segundo. Se juegan la vida en eso. Bernard, que acá, en la calle, su lugar de trabajo desde hace 20 años, es Bernardo o Berni, abre el candado de la reja de un estacionamiento de calle Entre Ríos al 800. Sube una rampa de cemento y entre los autos que reposan busca su carrito de venta ambulante con toda la mercadería.

Dentro de esa jaula cubierta de una lona azul hay desde sombreros a mochilas y de relojes a mantas. Antes de la bajada, se para delante y de frente a ese cubo con ruedas. Sostiene el peso con los brazos desplegados mientras da unos pasos lentos hacia atrás. Desanda la rampa. Después, lo arrastra con un solo brazo. Decir que ese hombre de 41 años tiene fuerza es una obviedad. Tiene algo más: es directo al hablar.

–Tengo fuerza –me dice mientras yo pruebo hacer lo mismo con los dos brazos estirados e inexpertos.

Sigue por la vereda hasta la esquina de la peatonal Córdoba. Cruza, saluda a Luis, del puesto que vende muñecos y juegos para chicos, y acomoda el carro frente a la farmacia Embón, sobre Entre Ríos. Desata los nudos de la lona y despliega las alas de la estructura que él mismo diseñó y que un amigo herrero construyó. Tiene dos metros de largo y de alto, y uno veinte de ancho; una mesada, un doble depósito debajo y dos rejas que se abren hacia los laterales. A eso le suma dos percheros de pie con tres niveles. Los relojes, pulseras y billeteras están sobre la mesa principal, en el centro del puesto. Sobre los lados acomoda, uno por uno cada mañana, sombreros, gorros tipo piluso, mochilas, riñoneras y mantas. Los colores hoy hacen juego con su camisa escocesa blanca, azul y roja mangas cortas, una bermuda ocre, zapatillas negras como el barbijo y un reloj de pulsera grande y plateado. 

Bernardo es paciente y prolijo. También observador. 

–No pongas las marcas que me van a venir a buscar –me pide cuando ve que anoto todo y suelta su risa corta con carraspera de patán.

Es nuestro tercer encuentro. Los dos anteriores fueron entrevistas en su casa. La idea de hoy es ver cómo trabaja y hacerle algunas preguntas. Recién ahora entiende lo que estamos haciendo y le gusta. Fantasea con una película. 

En la primera charla, hablamos de su viaje como polizón desde que abordó el barco. Pero el período anterior, desde que salió de Tanzania hasta llegar a Ciudad del Cabo, Sudáfrica, lo resumió como "un viaje de mochilero". Apenas recordó que le pagaba a camioneros para pasar de ciudad en ciudad, que la pasó mal, y no mucho más. Ahora, más confiado, cuenta que estuvo en un campo de refugiados y se escapó cruzando un río custodiado por militares y cocodrilos.

Bernardo salió con 19 años de su ciudad Dar es Salam, sobre el océano Índico y la más poblada del país. Partió en colectivo hacia Mbeya, cerca de la frontera con Malawi. Catorce horas hacia el oeste para tomar un segundo micro que cruzó ese pequeño país sin salida al mar. Su documento le servía para ese territorio fronterizo pero no para su siguiente destino: Mozambique. En un tercer trayecto debía atravesar la ex colonia portuguesa hacia el sur, rumbo a Maputo, la capital y puerta de embarque hacia Sudáfrica, el destino de los migrantes de África Oriental.

Pero mucho antes, en un punto de trasbordo, sobre el puente Sabora Machel en la provincia de Tete, la Policía hizo bajar a todos los pasajeros del colectivo. Veinte años después, Bernardo actúa la escena en la peatonal Córdoba de Rosario. Pone cara de "milico": seria y dura; se para firme y mira con desconfianza. Jura que con solo mirar los ojos a los pasajeros esos policías se daban cuenta quién era extranjero sin papeles. "Vi que me miraba y cuando bajé me agarraron. No sé cómo pero ellos saben. «Este es tanzaniano». Me sacaron la poca plata que tenía y me mandaron a un campo de refugiados", dice. 

El centro era una ex escuela sencilla que hacía de cárcel para indocumentados. Había unas 20 personas en las distintas salas que daban a un patio. Sin cama y con una comida que era mejor evitar, cuando había. Una familia de Somalía que estaba atrapada ahí lo ayudó. Ellos le daban dinero a la Policía para conseguir comida y la compartían con él. Bernardo diferencia: los migrantes de Somalía escapaban a la guerra civil y viajaban en familia con dinero, para abrir algún comercio en Sudáfrica. Los de Tanzania huían pobres de la pobreza y sin proyectos. Fue detenido un lunes y el domingo siguiente le aclararon que no podrían sostenerlo mucho tiempo. Le mostraron por dónde habían escapado otras personas de ese predio enrejado y custodiado: un pozo tapado que pasaba por debajo del alambrado y daba al río Zambeze. De noche, podía pasar sin ser visto ni escuchado y cruzar el río a toda velocidad.

–Sí, largo era, como de acá a calle Rioja  –señala Bernardo desde la peatonal Córdoba hacia la esquina, a unos cien metros, y sigue–  El pozo estaba tapado pero poco, para que no lo vean. Yo saco el barro y paso del otro lado, por abajo de la reja, donde estaba el río. Nadé junto a la reja, bien pegado. Más allá estaban cocodrilos y los milicos que miraban todo.

–¿Pero vos veías a los cocodrilos?

–No porque era de noche pero de día venían hasta la reja. Mucha gente murió en ese campo. Yo sabía eso por la familia de Somalía que hacía mucho estaba ahí.


–Hola, ¿anteojos vendes? –interrumpe una mujer rubia de pelo ondulado.

–Anteojo nada. Tené que ir a Sarmiento, entre Córdoba y Santa Fe –le responde Bernardo y me explica que los puestos ambulantes tienen prohibido vender anteojos hace unos años por quejas de las ópticas y que si venden pueden recibir una multa y hasta perder el permiso provisorio que les renueva la Municipalidad cada año.

Habla en un español completo y entendible, con jerga callejera (desde "chamuyo" a "milico hijo de puta"). Le cuesta la erre, se come las eses (bien rosarino) y algunas palabras que se le escapan las busca en inglés. El idioma de Tanzania es Suajili pero los pibes de allá hablan una mezcla. Por ejemplo, no dicen "Habari gani" como saludarían en un pueblo o en los países vecinos que también se habla el idioma. Les suena antiguo. Ellos mezclan palabras en inglés. Preguntan: "Mambo vip?" (¿cómo andás?) y el otro responde: "Mambo poa" (todo bien). Usan el "ok" o prefieren "box" en lugar de caja. "Kitu Na Box” es cosa en la caja; una especie de “lo hicimos”.

En la primera hora de trabajo en su puesto de venta, Bernardo no para de hacer cosas. Ahora repasa cada una de las piezas sobre la mesada con un elemento improvisado. Son las plumas de un plumero que se le rompió y que ató con un hilo. Todo tiene que estar "limpio, impecable" porque en la calle hay mucho polvo. Parece un chamán del microcentro.

–¡Qué hacés Berni! –lo saluda un colega de Senegal que pasa caminando sin detenerse hacia su esquina.

–Chau Papi.

Foto: Alan Monzón/Rosario3



Del otro lado del río Zambezes, mojado y vivo, Bernardo siguió su peregrinación desde Tanzania a Sudáfrica. Se quedó sin plata y debió empezar de nuevo. Caminó toda la noche por una selva donde las serpientes eran una amenaza latente. Al otro día, al amanecer, salió a un puesto de ruta donde paraban camioneros en busca de comida, alcohol y mujeres.

Agotado, con sed y hambre, estuvo horas sentado sin saber cómo seguir. Una mujer le tuvo lástima y lo ayudó. 

–¿Y vos qué hacés acá? 

–Soy de Tanzania. Quiero ir a Maputo. No comí nada.

Bernardo no la menciona como una prostituta o trabajadora sexual; recuerda que ella estaba con "su amante" y que lo vio a él mientras estaban "transando". Le dio un plato de carne y cuando el chofer que estaba con ella salió hacia Maputo le pidió que lo llevara.

–Vamos, pero vos vas atrás porque no tenés documentos.

Se acomodó en el acoplado, en un hueco entre la lona superior y la carga de maíz.

–¿Quiere probar alguno, señora?

–¿Cuánto salen?

–Ese 400, es de acero, acero.

–Otro día paso.

–Cuando quiera señora.

Bernard aprendió a leer a los clientes. Hay algo en el tono de la voz, en la forma que tocan la mercancía que le indica si van a comprar, si necesitan algo de "chispa" para hacerlo (una palabra o una rebaja), o si no hay nada que él pueda hacer; van a mirar para irse sin llevar nada. 


El viaje a Maputo fue largo, casi un día, y el conductor lo dejó en un mercado de productores. Estaba solo. Imitó a los demás. Cuando llegaba un camión se acercaba y si hacía falta gente lo llamaban. Descargaba y le daban unas monedas. Después de dos días, conoció a unos pibes y se fue al centro de la ciudad con ellos. Había una zona con gente de Tanzania y encontró a un amigo de Dar es Salam: Iumanne.

–¿Estos a cuánto están? –pregunta una de las tres mujeres de 40 y pico que se prueban sombreros, divertidas. 

–Estos mil y estos 450. 

La más decidida agarra uno tipo piluso de color negro. Bernardo saca un espejo de mano y se lo ofrece.

–Ese te combina –dice el vendedor y aparece la "chispa".

–¿Hay más grande? ¿El talle 58 es el máximo?

–Es el más común.

–Te dijo cabezona –chicanea una de las amigas.

–No, no, eso lo dijiste vos, yo dije que era el común.

Entre risas, la mujer paga 450 pesos y se lleva el gorro en una bolsa. Bernardo guarda la plata en una billetera que simula ser un billete de 500 euros. Son las 10.30. Todavía no agotó el preciso despliegue de las lonas con flores, camellos y elefantes pero cierra la primera venta. 


En el centro de Maputo, sobre el océano Índico, frente al sur de la isla de Madagascar, compartió comida y pensión con Iumanne y otros amigos. Planificaron cómo cruzar la frontera hacia Sudáfrica y llegar a Johanesburgo. Partieron cuatro en un tren. Sabían que antes de llegar tenían que saltar porque viajaban sin papeles. 

"El tren empieza a tocar bocina y a frenar –explica y señala con su brazo en alto–. Es como si vamos a la estación Rosario Norte y apenas cruzamos Presidente Roca hay que saltar, antes, porque allá hay muchos controles".

Los cuatro se lanzaron al campo, sin caminos ni mapas, y con miedo: "Es un lugar terrible, terrible. Hay mucho bandido en esa frontera, guerrillero, quedaron ahí después de guerra en Mozambique, y se suben a los trenes y roban todo, todo, o secuestran persona; también cobran por cruzar gente". Caminaron y caminaron. Se encontraron con un señor muy amable que vivía en un rancho humilde de paja y barro. Los trató muy bien. Muy educado. Los invitó a comer a su casa. Hablaba un poco portugués, un poco suajili y un poco inglés. Parecía un hombre de mundo. Charlaron todo el día. 

"A la noche nos dimos cuenta que era el jefe de la mafia, de los bandidos. Le dimos la plata que teníamos y unas zapatillas. A la madrugada, como a las 4, nos llevó a un lugar. Fuimos cinco o seis cuadras, como de acá a 9 de Julio, así, no se veía nada pero había un bar, sin luz, apenas unas velitas, solo entre ellos se conocían. Y este tipo se fue y nos dejó con otro hombre. Había otra gente para cruzar la frontera, de Zimbawe y de Malawi", sigue Bernardo, ahora muy concentrado, como si hace mucho no pensara en aquello.

Atravesaron rejas rotas y fueron por un camino que ya estaba trazado, entre campos de naranja y caña. Las minas explosivas sembradas en el largo conflicto de 1977 a 1992 todavía eran un riesgo en 2001 y recién en 2015 Mozambique declaró su territorio libre de esa amenaza bajo tierra, que prolongó el pánico de la guerra por décadas. Se detuvieron en un punto: "Vino otro tipo corriendo. Rápido. Así: pa, pa, paa. Se fue y al rato volvió con una, una, cómo se llama, trafic chica. Nos subimos los doce o quince que éramos y fuimos como de acá a San Nicolás. El auto paró y el tipo dice: «Acá es Sudáfrica. Andá». Los otros que tenían plata siguieron en la trafic porque faltaba hasta Johanesburgo pero a nosotros nos dejaron tirados ahí".

–Among us, el impostor –ofrece Luis en el puesto de muñequitos y legos para chicos, a cinco metros hacia la esquina y sobre la peatonal. 

Suena la radio de fondo y los golpes de un comercio de ropa a la vuelta, por Córdoba, que se está ampliando: el dueño alquiló el local desocupado de al lado. Una rareza entre la malaria económica del posmacrismo y la pandemia.

Hace un rato pasó un hombre de unos 60 años que tiene un negocio en la otra cuadra y le  comentó a Bernardo, con tono cómplice, sobre esos ruidos.

–¿A cuánto crees que paga ese alquiler?

–¿200 mil?

–250, más los empleados, los servicios; ¿cuánto tenés que vender? Hay mucha plata ahí.


Lo primero que encontraron Bernardo y sus amigos en la zona rural de Sudáfrica fue un campo de pomelos de 20 hectáreas en medio de la cosecha. El dueño era un sudafricano blanco. Aclara que alguien era "blanco" por primera vez desde su relato. Se levantaban a las 6 y recogían pomelos hasta las 17, sin descanso. Las espinas de la planta lastimaban las manos. Colectaban los frutos, uno por uno, y los ponían en una bolsa. No les permitían detenerse y los controlaban. Les pagaron poco y nada. "Trabajo esclavo, eso fue horrible", recuerda, enojado.

Al segundo día en ese campo aparecieron las personas que iban a ser llevadas a Johanesburgo en la trafic. Sin zapatillas, sin ropa, sin dinero y golpeados. "Estaban todos sucios, eran otros. «Tienen suerte», nos dijeron. Nosotros zafamos porque le caímos bien al tipo, al jefe de la mafia. O porque pensó: «Tanzanianos no tienen plata, solo van a probar suerte»".

La semana de cosecha le dejó 150 rand en el bolsillo y el cuerpo flaco y agotado. Como en Johanesburgo hay muchos controles los cuatro amigos decidieron separarse. Bernardo siguió con Iumanne. El viaje en un camión de frutas, dentro del acoplado cerrado, les salió 100 rand a cada uno. Le quedaron otros 50 para comer en la ciudad más poblada del país, que fue un asentamiento minero de oro en el siglo XIX. En zulú, Johanesburgo es Egoli, "lugar de oro".

Los relojes que vende Bernardo en la peatonal van de los más chicos coloridos hasta los grandes de malla metálica o negros. Ya no vende cosas de oro como cuando empezó. En 2002, tenía una bandejita con anillos de oro 14 y 18. A medida que el peso se fue devaluando en aquellos meses que siguieron al quiebre de la convertibilidad, el oro se hizo cada vez más caro. Viajaba a Buenos Aires con Stephen, el primer africano que conoció en Rosario y que ya tenía un paragüitas. Conseguían su mercadería en calle Libertador. 

La Fundación para Migrantes y Refugiados "Sin Fronteras" lo ayudó con subsidios para comida y alojamiento (vía Acnur) y también con un microcrédito para comprar bijouterie en ese primer año. Después, entre 2003 y 2004, debieron bajar la calidad y empezaron a comprar enchapado pero los clientes se quejaban. 

–Eh, esto no sirve para nada –les decían. Cambiaron y ampliaron el rubro. 

Bernardo hizo su propio camino. A veces John lo ayudaba en el puesto de Entre Ríos y Córdoba. En Rosario eran “medio hermanos” por lado paterno. Eso le dijo Bernardo a las autoridades porque John no hablaba. No se trata de engañar o mentir, un tema siempre vidrioso en el relato de los desplazados, sino de sobrevivir. 

Cuando Berni se abrió un local de ropa propio, en 2006 (le cuestan las fechas exactas), le dejó el control de esa esquina estratégica a su amigo de Tanzania. En 2009, por otra crisis, volvió a la calle y John se fue a Brasil. Ocho años después de la experiencia en el buque petrolero que cruzó el Atlántico y llegó a General Lagos, los dos se separaron.

Foto: Alan Monzón/Rosario3


***

Johanesburgo es una ciudad muy violenta. "Estás hablando así y pum mataron a uno al lado. Muchos matones, mucho tiro. Mucho tiempo de guerra y todo el mundo anda armado", resume a 20 años de su paso por esa ciudad. Estuvo un mes y no le gustó. El viaje siguió hasta Ciudad del Cabo, donde encontró a John y conoció a otros jóvenes de Tanzania. En Johanesburgo la mayoría es zulú, "negros así como yo", pero en Ciudad del Cabo están los africans, "mestizos, como los brasileros". "En el centro hay mucho control pero en los barrios hay pandillla, mucha pandilla, hablan todos así", dice y mueve las manos como un rapero.

Bernardo acomoda los relojes en el centro de la mesa, en hilera y uno encima del otro: pone la correa debajo de la cara del de atrás. Si falta uno se da cuenta enseguida porque queda un hueco en esa cadena. Lo hace para detectar robos. El mes pasado un pibito le manoteó uno. Él solo vio un movimiento de la mano pero confirmó el hurto cuando advirtió la irregularidad en su mesada y salió a correrlo. Lo atrapó antes de llegar a la esquina y le gritó: "Dame el reloj". "No, no, no tengo nada...", le respondió el chico que fue interrumpido por una cachetada. La mano negra y pesada cayó sobre su nuca y le hizo cambiar el relato: "Tomá, tomá, tomá". Bernardo recuperó el reloj y le avisó: "No lo hagas nunca más". 

Al revivir el episodio se pone serio y algo de furia se cuela en los ojos. Los gestos rígidos, el cuerpo firme. "Son pibitos, rateritos, ahora cuando pasa me saluda: «Ey, amigo, vos sos amigo, perdoname»". No ocurre todo el tiempo pero pasa. Por eso, nunca puede relajarse del todo en el puesto. "Sí, estoy siempre alerta", confirma.

La primera pelea en Ciudad de Cabo fue junto a John y otros amigos en un baño público. "Un baño público, gratis, cerca de un shopping y la montaña. Sudáfrica es lindo, todo limpio, con duchas calientes. John se estaba bañando y vino un grupo de africans", introduce de a poco. Le gusta su rol de narrador, ahora.

–Eh, salí vos que me toca a mi.

–No, yo llegué primero.

–¿Qué dijiste?

Bernardo saca una mano entre el perchero con los sombreros y el lateral donde cuelgan los bolsos. Pum, pa, pam. Hamaca el cuerpo y saca otra piña cortita. Se ríe. Me dice que ellos eran seis y los otros ocho, más o menos. Les ganaron: "Nosotros más fuertes, ellos no saben pelear. Después de todo lo que pasamos, ¿qué, le voy a tener miedo a una piña?". 


–Ey, tío, ¿cuánto sale el sombrero? –pregunta un taxista desde el auto.

–Mil.

Al minuto, un hombre de unos 50 años, poco pelo canoso, de chomba rosa y bolsita amarilla se le acerca por atrás y le susurra algo al oído. Parece un viejo espía ruso.

–A San Martín y Córdoba tené que ir –responde seco Bernardo y lo mira irse con desconfianza. El ex KGB lo confundió con uno de los arbolitos que venden dólares de forma ilegal. El mercado que le dicen blue para no decirle negro.

Los africans se fueron al barrio de atrás del baño y volvieron con 20 o 30. Quizás estaban armados. Sin dejar de moverse, entusiasmado, Berni cuenta que ellos se escaparon a tiempo. Después de eso no hubo más peleas en el baño. "Quedó el respeto, cada uno esperaba su lugar para la ducha", cierra.

A dos semanas de haber llegado a Ciudad del Cabo, se hizo un lugar entre los tanzanos. Paraba debajo del viaducto en Waterfront, el extremo sudeste de África, zona de avenidas, centros comerciales y puertos. Aunque los pibes de Dar es Salam (su ciudad) estaban todos juntos, se armaban subgrupos que respondían a los barrios o zonas de origen. "Es como venir de Buenos Aires y hay unos de Palermo, otros de Once, otros de Caballito", compara. Él era el único de Mwenge, un barrio bajo a siete kilómetros de la playa.

Una noche fría de mayo tomaba vodka debajo del puente, antes de tirarse en su pedazo de cartón y con su overol cerrado como abrigo. Estaba demasiado suelto para ser un novato y a los más viejos eso no le gustaba. En general, los recién llegados se quedaban callados y quietos a un costado. Él no. Agarraba la botella Smirnoff y hablaba con sus amigos. Se reían. "¿Este canchero quién es?", dice Bernardo que pensaron los guapos. Uno de ellos, un hombre de unos 30 años que le decían Dosho (algo así como rollo de plata en el bolsillo), líder de Tandika, del sur de Dar es Salam, quiso marcar la zona. Le dijo algo al pasar, él respondió y la ira que latía en el aire se condensó. 

–Pendejo de mierda –le gritó Dosho, agarró la olla con aceite para cocinar que ardía sobre el fuego compartido en el piso y se lo tiró hacia la cara. 

Bernardo reaccionó veloz. Lo cuenta ahora y se agacha de manera que el aceite pasa de largo y derrama sobre la mesada, a la altura de las billeteras de cuero y las que imitan un billete de cien dólares, al lado de los relojes. Y se impulsa hacia adelante con los brazos abiertos sobre el fantasma de Dosho. "Me tiré y le dí, pa, pa, pa", relata y explica que los amigos del otro se habrán dado cuenta que él tenía más fuerza porque los separaron.

–Te voy a encontrar un día durmiendo y te voy a matar.

No fue una amenaza. Fue un aviso. "Esta no es tu vida, te tenés que ir de acá", fue lo que se dijo y una semana después, en junio de 2001 y con 21 años, se fugaba en el barco con Johny.


Continúa con el capítulo seis (final).

*Este proyecto periodístico fue seleccionado y formó parte del taller "Cobertura de la migración y su vínculo con el desarrollo sostenible", de la Fundación Gabo y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).