Ni maíz, ni soja, ni girasol, lo que Marcelo Fratín abre con las manos en su campo de las afueras de Casilda, en el sur de Santa Fe, es una planta de alcaucil. La examina porque está repleta de hormigas. El ojo urbano cree ver una catástrofe: se están devorando el tallo y las hojas. "No. Las hormigas no se comen esta planta. Andan por el suelo pero como hoy regamos, se les inunda el hormiguero y entonces se trepan. Mañana, cuando se seque la tierra, bajarán", aclara el productor, con la simpleza del que hace. 

En una misma rama hay dos especies más. Una es considerada plaga: el pulgón, que sí ataca a ese cultivo. El nombre coloquial de estos áfidos es gráfico: es como una pulga gorda que salta y come. Pueden ser verdes, amarillos o negros pero siempre son enemigos del productor. Dos hojas más abajo está el antídoto: una vaquita de San Antonio roja y negra. Cerca, otra distinta, de un naranja parejo. Ellas se dan un banquete con el invasor no deseado.

La dupla forma parte de los bichos benéficos que no llegan solos. Hay que invitarlos, ofrecerles variedades vegetales que los atraen. Así se genera algo que repiten en agroecología: la biodiversidad.

La lógica es esta: sin las plantas que, en una mirada convencional, “no sirven para nada” o son “malezas” no habría insectos coleópteros de la familia de los coccinélidos (la vaquita o mariquita). Y sin ellas los pulgones no tendrían depredadores, crecerían en cantidad y no habría alcauciles para cosechar. La multiplicidad de especies genera el “control natural”.

Alan Monzón/Rosario3

 

¿Cómo combate entonces este productor la irrupción de hormigas, pulgones y vaquitas ? No hace nada. O, mejor: mira, analiza y espera porque lo más importante que tenía que generar ya lo hizo. No ahora sino hace 16 años cuando se salió del modelo común de producción y abandonó cualquier tipo de aplicación.

Marcelo, que hoy tiene 55 años, se fue a vivir al campo familiar de 11 hectáreas cuando tenía 20. Empezó con un criadero de cerdos y una huerta sin mucha experiencia. Aplicaba fitosanitarios porque eso fue lo que le dijeron que había que hacer. Pero hubo un punto de inflexión: el invierno de 1995. Miguel, el hombre que vive y trabaja en la huerta hace 34 años, se intoxicó al aplicar uno de los diez agroquímicos que usaban con una mochila (manual). Aquella vez el enemigo era un pulgón de repollo, el cultivo de ese momento.

Miguel estaba en cama descompuesto mientras Marcelo ofrecía a sus amigos y familiares esos alimentos. "Algo está mal", pensó y decidió cambiar. 

Un pie en la tierra

 

En 1984, con el regreso de la democracia, el médico veterinario recién graduado Eduardo Spiaggi y otros colegas presentaron un proyecto para crear la materia “Ecología y Ecodesarrollo” en la facultad que la Universidad Nacional de Rosario (UNR) tiene en Casilda.

La propuesta consistía en trabajar con la fauna silvestre y no solo ser formados como veterinarios de animales domésticos. Tenían dos líneas: biodiversidad y agroecología. Ese grupo de profesionales se especializó durante años y con el nuevo siglo dieron otro paso: poner un pie en el territorio más allá de las teorías.

Spiaggi, que es docente de Ciencias Veterinarias hace más de 30 años, se juntó con Marcelo Fratin en 2007. El productor colaboraba con el campo de la universidad y el profesional sumaba sus conocimientos en medio ambiente.

“Empezamos con un diálogo de saberes, que mezcla lo académico con el saber campesino y de los agricultores para ir hacia una producción agroecológica”, dice y recuerda que Marcelo le planteó: “Si me acompañan cuando haya dificultades con las plagas empezamos”. 

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Diseñaron juntos un plan para aumentar la diversidad. Armaron corredores biológicos, con plantas frutales y ornamentales, cada 30 metros, para que haya controladores de plagas. Ensayaron con algunos cultivos para rotar (trigo, maíz, centeno, cebada). Muchas especies para fortalecer redes tróficas.

El plan se afianzó y 16 años después tienen 13 productos distintos. En junio de 2023, crearon la cooperativa Proyecto Agroecológico Casilda (Paca). A la producción frutihortícola, sumaron harinas y capacitación a otros pares con grupos de acompañamiento. “Esa es una demanda de conocimiento que no estaba satisfecha y se acercan cada vez más personas de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires”, agrega el doctor en agroecología.

Variedad y redes de comercialización

  

Con dos vaquitas por planta, calcula Marcelo sin ninguna pretensión de erudición pero con un abanico de prueba y error a cuestas, la producción de alcauciles estará a salvo. El primer fruto (o botón flora)l, que sale en el centro, será el más grande. “Es perenne, el año pasado trajimos los plantines de Funes porque vimos una posibilidad. Somos de experimentar mucho y nos dio una buena producción, los vendimos bárbaro", dice y mira a su pareja desde hace diez años, María Marta Marcialli. Ella, la Titi, organiza la comercialización a través de Whatsapp.

"Empecé con unas amigas y de a poco se fue ampliando el círculo a casi 300 personas”, resume. Además de ofrecer algunos productos en Rosario, en “Suelo Común” del Mercado del Patio o en “El Trocadero”, montaron una red de distribución precisa en la zona de Casilda. No preparan bolsones genéricos, los consumidores pueden elegir qué comprar. 

"Armo un listado de lo que hay, ellos me piden y el jueves lo retiran de un local", cuenta. Vale la aclaración: no son orgánicos certificados (que suelen ser más caros). Son agroecológicos, con la confianza que genera la cercanía.

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Afirman que es rentable, que viven de esto, juran que es sustentable, pero no saben, no pueden decir cuánto dinero ganan. Si les sale bien, lo repiten. Pero nunca apuestan a una sola cosa. "Vendo dos lechones y compro 200 plantines de alcauciles, vendo los alcauciles y compró dos bebederos, por 50 fardos de alfalfa me dieron un ternero", dice Marcelo.

La tierra es un mosaico dispar con todo tipo de verduras de hoja, un maizal al costado este que ya dio choclos pero dejaron varios sin cosechar para guardar como semilla y al norte de donde pastorean cinco novillos crece un centeno recién sembrado (hacen harina). En la parte de atrás están los cítricos.

En plena recorrida con Rosario3, suena el celular del productor. Un cliente le pide un cajón de 15 kilos de mandarina. Lo llama a su hijo Lucas, de 16 años, que vive en Casilda pero va y viene al campo. 

–Estas son las que tenemos que juntar, Lucas.

–¿Las criollitas?

–No, estás me pidieron, las ellendale, las que da trabajo pelar.

Cosechan. A 600 pesos el kilo, el cajón son unos nueve mil pesos. Con un arbusto llenan al menos tres de esos recipientes de madera, unos 30 mil pesos. Marcelo saca cuentas: además de las 12 mandarinas, tiene 20 de naranja, 20 de limones y 10 de pomelo. 

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Un modelo que crece con limitaciones

 

Spiaggi no duda: en los últimos años aumentaron, por diversos motivos, los productores que iniciaron una transición a la agroecología en la zona núcleo de la pampa húmeda.

Los datos oficiales del censo de 2018 indican que apenas el dos por ciento de las explotaciones practican agricultura alternativa pero el docente e investigador cree que ese registro quedó viejo, incluso en el sur de Santa Fe, epicentro de la siembra directa, soja transgénica y glifosato.

“Por las consultas que recibimos y por algunos relevamientos, crecieron mucho las experiencias, sobre todo en los periurbanos que son zonas de conflicto”, dice Spiaggi, a tono con lo ocurrido, por ejemplo, en Máximo Paz.

Como evidencia de esa expansión, desde Paca asesoran tres campos muy distintos. Uno de 12 hectáreas en San Jorge, Santa Fe, que no es periurbano, sino de una pareja joven que quiere cambiar lo que allí se hace. Otro de Pergamino, Buenos Aires, de 70. También una extensión de 600 en Ucacha, Córdoba.

“Ahí empezamos la transición con 70 hectáreas de ganadería, ya no se fumiga más. Vamos a avanzar en el resto. Lo que no podés hacer es monocultivo en agroecología porque generás todas las condiciones para que entren las plagas”, sigue.

La cooperativa también alquila en Baradero 14 hectáreas en periurbano. El primer ensayo fue con trigo y lotus (semilla para pasturas que además agrega nitrógeno). El promedio de rinde en la zona es de 35 quintales. Ellos lograron entre 20 y 22 pero con muchos menos costos en insumos y además le agregan valor al convertirlo en harina en lugar de vender el grano. 

“Tenés que estar en el campo, no lo podés hacer a distancia desde la ciudad, y esa es una dificultad. Tampoco es fácil conseguir buen personal para trabajar. Claro que hay limitantes pero se puede”, matiza. 

Semillas y 120 neumáticos

 

Marcelo es hijo de comerciantes de Casilda (verduleros). En 1988 falleció su abuelo materno y recibió una parte del actual campo como herencia. No había nada salvo soja. Los árboles que se ven los plantó él. No llegaba el pavimento, ni la luz y empezó solo con un tractor. 

"Era soltero, tenía tiempo y todo lo invertía acá", dice y enumera las herramientas que adquirió en el camino: sembradoras, cinceles, discos, cultivadores, arados múltiples, rastra de dientes, tractor, tractorcito. 

Fue comprando esas viejas maquinarias en remates a precio de chatarra. Eran descartadas por los productores que se pasaban a la tecnología de la siembra directa (que no mueve el suelo). La magnitud de su flota la grafica con un dato: "Tengo 120 cubiertas infladas acá".

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"Contar con fierros propios te permite cosechar en el momento justo. No tener que estar esperando al contratista que por ahí está en una estancia grande y si tenés pocas hectáreas te deja para lo último. Se te cae el trigo o te lo agarra la lluvia o te florece la alfalfa", explica y recuerda que "renegó mucho" por esa dependencia.

La diversidad también es de saberes: aprendió de mecánica. En la actualidad, la riqueza de Paca se apoya en 15 variedades de hortalizas y ocho frutales en once hectáreas.

El maíz lo cultivan con semillas propias, no híbridas. Venden choclos y guardan un porcentaje para continuar el ciclo. Es un martes de junio y ya es momento de cosechar: las cotorras se están comiendo esa reserva. También tienen gallinas, corderitos, chanchos, cinco vacas –en general para consumo propio– y una yegua.

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“Más que rebeldía tengo el instinto de probar. Como no alquilo, no tengo la soga al cuello y puedo hacerlo”, se define mientras camina por una zona de acelgas rodeadas por lo que un huertero convencional calificaría de apestadas de malezas: “¿Para qué voy a tirar herbicidas a la ortiga sino molesta? Incorpora nitrógeno y además se cosecha para hacer té”.

Muestra una hoja de espinaca verde opaca y grande pero comida por insectos. Dice que esa verdura está perfecta pero el consumidor promedio no la compraría por una cuestión estética. Construir soberanía alimentaria es una sucesión de desafíos.

Contra los molinos de viento

 

Para poder activar un molino de piedra que compraron y multiplicar la producción de harinas, Paca necesita un transformador trifásico. “El año pasado salía 10 millones de pesos y hoy debe estar el doble”, estima Spiaggi. No lo reclama como un beneficio para ellos sino para la comunidad.

“Tenés consumidores de verduras saludables en Casilda gracias a la cooperativa. También los Estados tienen que ayudar porque con podrías tener harina integral propia. Pero sin apoyos, sin políticas públicas, es muy difícil”, señala.

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La coyuntura no puede ser más adversa. “Una catástrofe”, califica la presidencia de Javier Milei que niega el impacto de la actividad humana en el cambio climático y reduce la ecología o el cuidado del medio ambiente a un invento de los “zurdos”. 

“Con negacionistas en el gobierno es muy complicado –lamenta–, desmantelaron todos los programas y también la investigación. El panorama es feo porque el daño va más rápido de lo que podemos construir. Pero estamos hace 30 años con esto y pasamos otras crisis”.

Al margen de una gestión o una corriente ideológica, para el médico veterinario “producir alimentos sanos y restaurar el planeta va a ser una necesidad de la humanidad”. 

Los dos mundos

 

Atardece. Una camioneta pasa por la calle de tierra hacia la ruta 26, que une Casilda con Fuentes. Marcelo saluda a los dos ocupantes. Son vecinos que ya no viven en la zona rural y se van a dormir a la ciudad, siete kilómetros al norte.

Parado sobre el centro de ese camino, el productor compara los dos mundos. Tiene estudiada la ponencia para la cámara: muestra a su izquierda la arboleda poblada por pájaros, los frutales, los cultivos, los animales, su casa y la de Miguel: “Diversidad, vida”. Enfrente, un campo yermo destinado a la agroindustria por donde se esconde el sol. 

Termina y antes de entrar junta leña. Cocinan con gas de garrafa pero le toca prender la caldera para la ducha caliente. “Yo vivo sin reloj y hago lo que me gusta. Acá trabajamos la tierra, sembramos, hacemos harina, juntamos cítricos. No es algo rutinario, no te aburrís nunca”, celebra.

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El balance de estos 16 años de experiencia que hace Spiaggi es similar: “Es muy satisfactorio. Pasamos de vender mil kilos de harina a cinco o seis mil, además de las verduras. Del campo de 11 hectáreas viven cuatro personas mientras que la soja genera un empleo cada 500. Más allá de lo numérico, que es exitoso, formamos a mil personas que pasaron por Paca y no paran las visitas y capacitaciones al lugar”.

Y sigue: “Hay mucho por discutir y mejorar en la agroecología pero nadie nos puede decir que no estamos en el camino correcto. Trabajamos con alegría, hay satisfacción por lo que hacemos. ¿Cuánto vale eso?: no tiene precio”.

 

* Este artículo se realizó gracias a la Beca ColaborAcción de investigación periodística 2024 entregada por la Fundación Gabo y Fundación Avina.