Parecen alpinistas, ahí trepados, sin barandas, sobre unos tejidos que no están atados a nada sino sueltos en el techo de un cobertizo. El gallo es una veleta viva que estira el cuello. La gallina que lo acompaña insiste con un cacareo alarmista como si anticipara una tragedia. Cecilia Verdún, productora de 47 años de la granja agroecológica La Carolina, 20 kilómetros al sur de Rosario, ve algo y llama a su pareja.
–Vení Martín, mirá.
Martín Montiel pasa por detrás de los equilibristas. Saca dos huevos debajo de la malla de alambre y la chapa superior. Se ríen de la extrañeza. En el gallinero hecho con materiales reciclados conviven 25 ponedoras, que son las oscuras, y otras tantas, más claras, para pollo criado a campo. Las dos aves rebeldes buscan la altura por puro instinto de supervivencia. Algo, un impulso, ¿una voz? las manda a correr esos riesgos.
Antes, el lugar estaba en la parte de atrás de la chacra de dos hectáreas. La mudaron frente a la casa familiar por los depredadores: comadrejas e iguanas. Pero fue otra especie la que diezmó la población en el invierno pasado. Un impresionante gato montés se metió a lo largo de un mes y se llevó una presa por noche. Martín y Cecilia pensaron que podía ser un humano por lo sigiloso, habilidoso y fuerte. Un asesino en serie que saltaba cercos y rompía tejidos con suma prolijidad. Pusieron todo tipo de trampas y protecciones hasta que el animal quedó encerrado.
–¡Lo agarré! –gritó Laureano, el hijo de ambos, con un fierro en la mano que amenazaba con usar.
-¡No!, no lo podemos matar, es como un puma chiquito, vamos a avisar –medió su padre.
Martín quedó fascinado con ese bicho increíble, un felino pero del tamaño de un perro grande. Pidieron auxilio a la guardia rural de la Policía provincial, Los Pumas. Un primer patrullero llegó con las luces de la sirena prendidas. El agente propuso una salida rápida al problema.
–¿No tenés una escopeta? Pegale un tiro.
–¡¿Cómo lo vamos a matar?! Ni siquiera tenemos armas.
Pidieron refuerzos a una dirección especial de fauna. Se sumó un segundo móvil, con las centellas azules cortando la madrugada. Parecía la escena de un crimen. Dos mujeres de la Policía Ecológica abrieron una jaula y entre palos y cañas, con el gato montés exhausto, lograron meterlo dentro. Lo llevaron –al menos eso dijeron– a una reserva.
La caída del depredador es evocada sin drama por los productores esta tarde fría de otoño en que el gallo y la gallina miran desde el techo. Podría haber sido su ruina si se dedicaran solo a los huevos. Pero lo cuentan como una buena historia, más por la sorpresa del hallazgo que por la pérdida económica. Asoman, entre líneas, algunas claves para aproximarse a los principios de la agroecología.
No buscan maximizar la ganancia con una sola actividad, como podría hacerlo un negocio tradicional. La diversidad es mucho más importante que la especialidad o la escala. Consumen lo que necesitan y venden el excedente.
Tampoco invierten todos sus recursos en la harina integral de trigo que procesan o en los dulces que elaboran con sus propios frutales. Son ramas de un mismo tronco que se abren, como la apicultura, la huerta, el pisadero de adobe para bioconstrucción, el abono en base a bosta de vaca y un puesto de venta al público que funciona los sábados.
Por supuesto que hay dificultades, el gato montés es apenas una muestra. Existen redes horizontales pero falta apoyo del Estado para impulsar otras formas de producir alimentos saludables, de cercanía y sin agroquímicos. Algo que se agravó con un gobierno nacional que desmanteló los programas existentes (la Dirección de Agroecología, la de Agricultura familiar y el Prohuerta del Inta).
Pero ahí están, con poca publicidad, a la sombra de la agenda política y mediática, una cantidad y variedad creciente de productores, familias, cooperativas, comunas que apuestan a la agricultura alternativa y regenerativa, a otra manera de ser y hacer.
La crónica que sigue es la primera de una serie que publica Rosario3. Experiencias concretas en el sur santafesino, que no es cualquier región. Es el epicentro de la "Revolución verde" afianzada a fines del siglo pasado: el agronegocio que potenció la exportación al mundo sin atender los impactos en el medio ambiente y en la salud de las poblaciones.
¿Es la agroecología un modelo posible más allá de las huertas (pequeñas porciones de tierra en donde esas prácticas funcionan hace tiempo como, por ejemplo, en la Agricultura urbana de Rosario)? ¿Es rentable y sostenible después de varios años de desarrollo? ¿Es una salida solo para "ecologistas" o "hippies", como minimizan sus detractores, o una solución a la degradación del suelo en una de las regiones más fumigadas del planeta?
La molienda artesanal
Martín abre una bolsa repleta de algo que ya no es trigo pero tampoco harina. Con un jarro azul, de esos para calentar leche o hervir huevos, pasa el contenido a un embudo de metal. Desde esa tolva, los granos triturados bajan a la cámara moledora del molino mecánico.
En la parte de abajo de la máquina de un metro y medio de alto, el productor de 51 años ató una segunda bolsa, vacía, que ahora recibe el producto final: la harina integral de trigo agroecológico producido en la región.
Seguir el proceso es desmontar imaginarios. No hay viejas estructuras de piedras planas, ni aspas de viento, ni ruedas hidráulicas. La molienda fina es un accionar más bien sencillo, tedioso, semimecanizado y artesanal en sus extremos. Empieza con la llegada al campo de los granos de trigo limpios desde una clasificadora y al final termina con harina en una bolsa.
El primer paso, la molienda gruesa, demandó toda la mañana. La fina llevará toda la tarde, unas cuatro horas, para completar 500 kilos. “Es un producto agroecológico que implica el no uso de venenos y tampoco la explotación de trabajadores, si no, no sería un alimento sano”, define el titular de Granja La Carolina.
Los granos no los produce en su lote. Vienen de otros campos. En esta temporada, se asociaron con productores de Correa y de Fighiera. Antes de Carcarañá, General Lagos o Acebal pero van rotando porque ese eslabón es el más difícil de sumar con continuidad.
Martín completa la primera bolsa de 25 kilos y la desata de la base del molino. Mete la mano adentro y hace un puño con el producto: “Observo su granulometría”. Los estereotipos engañan: “harina” acá no es algo blanco y refinado. Es una arenilla ocre, que contiene todos los nutrientes del grano, incluso el salvado de la cáscara que en el proceso industrial suele separarse. “El trigo tiene muchas capas que se sacan y se venden como subproductos pero nosotros la hacemos integral”, precisa.
El proceso vuelve a comenzar. Agrega el grano ya procesado en la molienda gruesa en la tolva superior. Prende el motor para activar la cámara con cuatro paletas que giran y muelen a tres mil vueltas por minuto, 50 veces por segundo. Corre la escotilla o guillotina que hace bajar el grano, pasa por la cámara y termina en la bolsa triguera, un recipiente que tendrá varios usos.
La idea de economía circular y regenerativa es un principio extendido en la granja. A las bolsas de tela de plástico las lavan y usan por semanas o meses hasta que aparece algún agujero. Entonces, para que no haya pérdidas de harina a ese recipiente se lo excluye de ese fin pero no se tira. Se destina a trasladar bosta de vaca para el compost que hacen en la parte de atrás. Cada seis meses, el desecho animal se convierte en abono alto en nutrientes.
Cuando la bolsa se desgasta y no sirve para eso, muta a depósito de residuos no reciclables. Entonces sí, después de varias vidas, el recipiente hecho de hilos de plástico –que trajo el grano desde la clasificadora de semillas, luego contuvo harina y más tarde trasladó bosta–, se desecha.
Las migraciones desde y hacia el campo
El abuelo de Martín, por el lado materno, nació en 1921 y creció en el campo. De grande, se fue a Rosario. El retroceso del ferrocarril que unía los pueblos y la mecanización del trabajo rural, agravada por la “Revolución Verde” del monocultivo y el uso creciente de agroquímicos, profundizó la concentración urbana de la población.
Dos generaciones después, Martín hizo el camino inverso. Sus padres lo criaron en la ciudad pero la crisis que parió el siglo XXI lo llevó hacia la chacra que su abuelo había comprado. Primero se casó con Cecilia en La Carolina y en el año 2000, cuando los dos tenían 20 y pico, decidieron irse a vivir a ese paraje rural sobre la ruta 18, entre Piñero y Alvear, fundado en 1908 como una estación de tren.
La joven pareja se sumó al programa Prohuerta (“Promoción de la Autoproducción de Alimentos”) que el Inta había lanzado una década antes por “el colapso en el abastecimiento alimentario”.
Cecilia apostó a los frutales para hacer dulces y experimentó con hierbas medicinales y aromáticas. Martín llevó gallinas, ovejas, gansos, una vaca y chanchos. “Parecía el arca de Noé”, recuerda él. “Se nos fue la mano con la diversidad”, se ríe ella.
Dos o tres años después se ordenaron. Se quedaron solo con las gallinas. Cecilia se perfeccionó en la fabricación de dulces y conservas. Martín, en las harinas. No pensaron en agroecología. Avanzaron como quien hace y aprende del largo camino trazado por otros. Fueron parte de la neorruralidad, si es que se puede hablar de “neo” o es apenas recuperar algo pérdido.
De la cosecha al frasco
Los quinotos poblaron los dos arbustos y se pintan de amarillo, de un naranja apagado y algunos pocos aún siguen verdes. La tercera planta fue invadida por las hormigas y tiene pocos frutos: son de otra variedad, más pequeños y redondos. Los ovalados son un festival de aromas cítricos al raspar su cáscara. Cecilia toma una canasta y empieza la cosecha.
Al lado de los tres quinotos, un naranjo los escolta como un hermano mayor. Un alambre atraviesa el sector con unos broches para colgar la ropa. Más familiar que esta agricultura no se consigue. Además del matrimonio, viven sus dos hijos (Laureano, de 20 años, y Olivia, de 12), la mamá de Martín (Alicia, docente jubilada) en otra casa del lote y Angelito, el perro.
Cecilia se abre paso con el canasto entre los 70 frutales: ciruelas, manzanas, higos, membrillos y hasta nuez pecán en el fondo. Cada uno tiene sus tiempos de cosecha y producción. Ahora tocan los quinotos y ella está dispuesta a revelar algunos secretos.
Primero: no cosecha todo sino por tandas porque el fruto se conserva mejor en la planta. Segundo: los pincha antes de hervir. En 2000 y 2001, cuando empezó, lo hacía con cuidado, lento y con escarbadientes. Un cuarto de siglo más tarde aprendió que lo puede hacer más rápido y fácil con un tenedor. Tercero: hierve los quinotos con agua y sal para que la cáscara desprenda lo amargo.
En paralelo, hace almíbar casero: un kilo de agua y un kilo de azúcar. Cuarto paso: le agrega a esa mezcla el kilo de quinotos hervidos (y pinchados). Se unen y cocinan en partes iguales a fuego lento para que se produzca un pequeño milagro: el almíbar penetra en el fruto y el cítrico contagia el almíbar. “Es un intercambio”, dice y define algo más que ese proceso; una esencia de la granja.
Deja estacionar todo en la olla de acero inoxidable. Al otro día, vuelve al sector de “ecoespacio de producción”, una de las zonas del campo, y cuece hasta el punto de hervor por segunda vez. Lo repetirá una vez más. Hay un fino equilibrio en esa triple cocción: el quinoto debe quedar entero. No tiene que desinflarse ni ponerse opaco ni el jugo volverse caramelo.
En el punto de venta que abren los sábados, parte de la Red de Comercio Justo del Litoral y de economía solidaria, está el resultado: los quinotos enteros y traslúcidos flotando en una melaza espesa y cítrica.
El uso creciente de agroquímicos
La principal batalla es con las hormigas. Ponen defensas y obstáculos en la base de los frutales con botellas cortadas y adhesivos pero ellas son insistentes y tenaces. Cuando la derrota es inminente y las pérdidas pueden ser graves, Martín y Cecilia acuden a trampas con veneno. “Tampoco comemos vidrio”, aclara el productor sobre sus principios.
Las malezas, en cambio, las remueven a mano cuando dañan los membrillos, los higos, los ciruelos o las manzanas. De hecho, ni siquiera las llaman así. “Malezas o buenezas, depende. Algunas son benéficas pero cuando compiten por nutrientes las sacamos”, dice y señala su “insumo químico”: una pila de bosta de vaca en proceso de compost.
“El primer paso es la nutrición. Un árbol bien nutrido previene plagas. Eso se logra con microorganismos, buen nitrógeno, fósforo, calcio y potasio. Pero todo junto, no por separado como ofrece el negocio químico global que en realidad viene de un desarrollo de la industria bélica”, cuenta Martín. Se pone serio al relatar la historia del agente naranja usado por el Ejército de Estados Unidos durante los 60’ en Vietnam. Un defoliante que secaba el follaje donde el enemigo se escondía y también los cultivos.
Esa posibilidad de acelerar secados de forma artificial, fabricado por Dow Chemical y Monsanto (hoy grupo Bayer), se deformó en agroquímico. Después, se perfeccionó el negocio con productos como el glifosato (Roundup). Hace décadas, los agricultores compran un paquete: semillas alteradas genéticas y un veneno que mata (prometía matar) a todo menos a ese cultivo.
En Argentina, el uso de la soja transgénica y el glifosato fueron aprobados durante el menemismo, en 1996. En los años siguientes, se intensificó un proceso de monocultivo (la oleaginosa para exportar) y expansión de la frontera agrícola (desmontes e incendios). Las consecuencias al medio ambiente y a los “pueblos fumigados”, como empezaron a denominarse, se conocieron con el tiempo. La reacción aún se despliega en forma de segunda revolución o, mejor, como una trama de resistencias silenciosas.
En el muy buen libro "Agroecología. El futuro llegó" de Sergio Ciancaglini (Lavaca), con experiencias que en su mayoría son de Buenos Aires (y "Naturaleza Viva" del norte de Santa Fe), el pionero Juan Kiehr trazó lo que ya se veía como una línea insostenible, incluso en lo económico. "Todos esos productos son carísimos. Y como van perdiendo su efecto, tenés que usar cada vez más. Empezaron con dos litros por hectárea, y ya están en 12 ó 14. O sea: gastar más, envenenar más, para obtener lo mismo”, dijo el titular de "La Aurora" hace una década.
No fue el único. Muchos alertaron sobre un problema que tiene cifras que se agravan año a año. En las 36 millones de hectáreas cultivadas, se utilizan 230 millones de litros de herbicidas y 350 millones de litros de otros productos. El Senasa registra 5.400 variantes y casi la mitad son herbicidas (glifosato, el 2,4-D y otros), seguidos por los insecticidas (contra plagas de insectos) y fungicidas (hongos), según un informe del Inta de 2023.
La escalera fue así: 151,3 millones de litros de fitosanitarios en el año 2002; 225 millones en 2008 y 317 millones en 2012 (cifras publicadas por la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes, Casafe).
¿Por qué si la deriva de mayor dependencia es tan clara, sumada la contaminación y el daño a la salud que genera, el agronegocio aún mantiene su sistema convencional de producción? Las respuestas son múltiples, incluso ya se ven adaptaciones del negocio hacia los “bioinsumos” y “buenas prácticas”. El propio Inta, en las conclusiones de su estudio, señala que "la agricultura argentina no puede prescindir completamente de los fitosanitarios sin poner en riesgo el volumen y la calidad de la producción". Parece una sentencia pero la palabra “completamente” es clave para el proceso que viene.
Algunas cuentas
De las bolsas de 25 y 50 kilos de harina agroecológica que quedan después de la molienda, Martín fracciona en recipientes de papel madera de un kilo para la venta en su granja y en el resto de los espacios de comercialización: en el Almacén de las Tres Ecologías (viernes, sábado y domingo), en El Trocadero –ambos de Rosario– y en repartos mensuales organizados en Zavalla, Roldán y Casilda.
Las 500 bolsas que elabora en una doble jornada de producción las puede vender en un mes. A 1.500 pesos el paquete, es un ingreso bruto de 750 mil pesos. Un poco menos cuando comercializa las bolsas de 25 kilos directo para elaboradores de panificados.
A ese monto hay que descontarle una larga lista de costos e inversiones y otro condicionante. “A diferencia de los dulces, no hago harina en verano. No se puede con calor porque el proceso levanta mucha temperatura”, aclara. No negocia ante “la falacia del capitalismo que te propone consumir todo en cualquier momento; no macho no es así, no podés comer tomate en julio o sandía en agosto, comé otra cosa”.
Cecilia hace dulces todas las temporadas. Menos entre 2006 y 2010, cuando el esfuerzo lo concentraron en sostener un criadero de chanchos que no prosperó. Con los quinotos de esta primera cosecha 2024, abastece una olla de 30 litros que le da unos 50 frascos. Puede obtener entre 100 y 150 productos elaborados que vende a 3.500 o 4.000 pesos. Suma, aparte, la venta de frutos por bolsa de medio kilo.
Además de la inversión en el cultivo y la mano de obra (limpiar por horas los frutales con agua y jabón blanco contra los pulgones, por ejemplo), hay otros gastos, como azúcar y gas por garrafa. Los frascos y las tapas con cierre hermético implican un 20 por ciento del costo total.
Los recipientes de vidrio se pueden reutilizar y esterilizar. Iniciaron una campaña con el apoyo del Taller Ecologista que implica un ida y vuelta con los consumidores. Pero las tapas deben ser nuevas, por las gomas que sellan al vacío.
Ella puede citar esas dinámicas de memoria pero tiene una libretita con anotaciones para saber cuántos frascos vendió, de cada producción: además de dulces hace conservas (brócoli, porotos o tomate) y panificados (“pan integral”, “alfajor de miel” y “medallón de quinoa”, aparecen en sus escritos). Revisa sus registros y cuenta: 24 frascos de quinotos vendidos, más 42, más 18: 84 en 2023. En 2022, fueron 106 y llegó a 150 de naranjas.
Algo no le cerraba. En febrero cruzó esas filas contables de ingresos y egresos y no le dio bien. La ganancia neta fue de 200 mil pesos. “Estaba por debajo de la línea de la pobreza y entonces me fijé un piso: producir para un total de 500 mil pesos por mes y después venderlo. En marzo, con el apoyo de mis hijos, porque somos una producción familiar y artesanal, lo cumplimos y hoy estamos arriba de eso”, repasa.
Los árboles que no veremos
No existe un único modelo alternativo. Además de la agroecología, hay producciones que se definen como orgánicas (están certificadas) o biodinámicas (que incorporan los movimientos del sol, la luna y los astros). El último Censo Nacional Agropecuario (CNA), difundido en 2021, contó 250 mil explotaciones agropecuarias (EAP). Poco más de cinco mil (dos por ciento) se reconocieron como no tradicionales (2.536 de agricultura orgánica, 2.309 agroecológicas y 408 biodinámicas)
Las experiencias, que crecen en paralelo a la conciencia por el cambio climático, son diversas según tamaños e historias. Martín apunta: “No es solo no echar venenos, se trata de cuidar la biodiversidad y eso incluye las relaciones sociales. En estos 25 años vivimos la reconversión y nosotros lo hacemos en un entorno difícil: estamos en el corazón del agronegocio. Pero ya el "capitalismo verde", la Sociedad Rural y Aapresid, hablan de agroecología”.
En la región metropolitana de Rosario o Gran Rosario, hay una presión doble. El monocultivo, con su avance en las últimas décadas, empujó desde “afuera hacia adentro”, en términos de lo rural y lo urbano. Mientras que los negocios inmobiliarios acorralan desde adentro, o los límites urbanos, hacia afuera.
“El loteo es el gran enemigo de la biodiversidad y en esta zona de Piñero hay muchos. Cuando llueve el agua no corre y se generan inundaciones. Además, los hacen sin tener los servicios porque hay un problema de suministro eléctrico para toda esta región”, agrega.
El productor marca diferencias también con proyectos que buscan escalar un solo tipo de actividad. “Lo que necesitamos son cientos de miles de chacras como la de nuestros abuelos. El verdadero manejo agroecológico es un buen reparto de la tierra en donde las familias tengan acceso al autoabastecimiento de alimentos y a la generación de excedente para la microzona. ¿Te imaginás 100 mil granjas haciendo de todo?”, proyecta.
En La Carolina, la biodiversidad también es una jornada de muralismo para pintar la cabaña de barro y paja, con ventanas de vidrio y botellas. O el sector de nativas que Martín enumera y distingue. A los algarrobos, dice, los pasará de la maceta a la tierra en primavera, las tipas amarillas ya están listas para el traslado y aquella de hojas chiquitas que parece un jacarandá es un timbó.
“Los hacemos con semillas de acá”, cuenta y destaca al aromito y al cina cina como locales. “El quebracho colorado –sigue– demorará 50 años en ser un árbol como este fresno, 100 como aquel olmo y 200 en tener la altura de la casuarina. Viven entre 200 y 300 años pero a los 50 vamos a tener un arbolito, que yo no voy a ver pero mi hija sí”. Crecen lentos pero su madera es dura y las raíces son profundas.
* Este artículo se realizó gracias a la Beca ColaborAcción de investigación periodística 2024 entregada por la Fundación Gabo y Fundación Avina.
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