Dos hombres ingresan a un hospital del macrocentro de Rosario. En el hall de ingreso, al lado de la puerta principal, se topan con una empleada de seguridad. Cruzan unas palabras y a los pocos segundos uno de los tipos saca un arma y le apunta a la mujer. Luego le dispara, la hiere en el hombro. Los intrusos salen corriendo y escapan en un auto negro que los esperaba afuera. En el lugar quedaron cuatro vainas servidas. La escena ocurrió en el hospital Centenario de Rosario, en Francia y Urquiza, el 3 de julio del año pasado en horas del mediodía.

Aquel hecho fue noticia en todos los medios de la ciudad y también del país, generó conmoción y hubo un anuncio de que se reforzaría la seguridad del hospital, cuya directora llegó a decir que fue un milagro que la empleada que frenó el ingreso de los atacantes, que aparentemente buscaban a un paciente vinculado al mundo delictivo, solo sufriera heridas.

Que un año y cuatro meses después dos sicarios hayan ingresado a la guardia del hospital Provincial en busca de un preso, que hayan intentado rescatarlo y que en su huida hayan asesinado a un policía y herido a dos mujeres, no puede dejar de asociarse a algo que caracterizó a toda esta gestión provincial que se va dejando un enorme agujero negro en materia de seguridad: la imprevisión.

Omar Perotti no estuvo en Rosario después de lo ocurrido este martes a la noche en el centro de salud de barrio Martin. Su fracaso en el abordaje de la cuestión que más preocupa a los rosarinos, la inseguridad, es estruendoso. El nuevo límite que corrieron con este hecho las bandas delictivas es un triste final, a la medida de un gobierno que incumplió de punta a punta el principal contrato electoral que asumió con la ciudadanía en 2019, con la promesa de paz y orden.

Ya se dijo hasta el cansancio. En Rosario la violencia ya no es un fenómeno: se ha transformado en una cultura, donde la lógica de las balas y la extorsión atraviesa todos los ámbitos y donde lo increíble se volvió verosímil. Lo terrible está naturalizado y la impotencia e incapacidad de las autoridades para resolver un drama que ya lleva demasiado tiempo, que todos los días corre un límite, se convierte en resignación en la ciudadanía. 

En este panorama, los delincuentes se animan a todo y los rosarinos nos acostumbramos a que cualquier cosa puede pasar; ya nada sorprende.  

Si ya balearon escuelas y comisarías. Si ya atacaron centros de salud de barriales. Si hubo resonantes fugas e intentos de fuga de presos en distintas circunstancias. Si ya habían ingresado sicarios a un hospital provincial y atacado a balazos a una empleada. ¿Por qué no se montan operativos de vigilancia acordes a esta realidad?

La orfandad en la que se encontraba el policía asesinado abruma: estaba solo con su hija de 11 años –porque no tenía con quien dejarla– en la garita-trailer que hace las veces de destacamento en la puerta del hospital y contra el que los delincuentes dispararon cuatro veces.  

El 10 de diciembre asume un nuevo gobierno, de otro color político que el actual, que perdió las elecciones porque prometió mucho e hizo muy poco para revertir esta realidad.

Quien será el ministro de Seguridad de la nueva gestión, Pablo Cococcioni, explicó este miércoles que cosas como las del martes a la noche se explican porque “no hay un protocolo claro sobre cómo trabajar” la seguridad en los hospitales: “Por dónde acceder, cómo entrar al preso, cómo custodiar, qué otro sector podemos tener para que el detenido no esté mezclado” con el resto de los pacientes. Y aportó una conclusión lapidaria: “Hoy el sistema está armado para que no funcione”. 

Por supuesto, aseguró que hará lo necesario para que este tipo de situaciones no se repitan. Ojalá que esta vez las promesas no vuelvan a caer en saco roto porque esta ciudad no puede más.