La disputa feroz que tiene como escenario a los barrios de Rosario, rasgo distintivo de la economía del delito de esta ciudad y zona de influencia, arroja víctimas fatales casi a diario. La descomposición social alcanzó una etapa en la que el reduccionismo “se matan entre ellos” asoma como una frase de un pasado donde había lugar para esa distinción mezquina. Cada vez con más frecuencia se cometen atentados con alto poder de fuego en lugares públicos y sin contemplación por resultados eventuales, es decir, muertes colaterales. En apenas cuatro meses, se contaron cinco casos de este tipo: tres integrantes de una misma familia, Claudia Deldebbio, y el reciente y doloroso caso de Graciela Carrizo, que murió alcanzada por balazos al arrojarse sobre sus nietos para protegerlos. La Justicia ya habla de "actos terroristas" en la ciudad, aunque ese término suene más a sucesos de otras tierras y de otras sociedades.
Varias de las personas que fueron asesinadas en nombre de la economía del delito son las mal llamadas “víctimas por error”. El caso de Graciela Carrizo, quien este domingo fue alcanzada por balas mientras tomaba mate con sus nietos en una placita de barrio Molino Blanco, es un ejemplo de esa realidad desgarradora. El gatillero que mató a Jonathan Nicolás Schneider no tuvo reparos en vaciarle el cargador de la pistola nueve milímetros. Quince tiros a un blanco que iba en bicicleta. Incluso cuando había personas en la línea de fuego ajenas a la motivación inicial. Daño fortuito de una acción desquiciada, Graciela cayó muerta de dos balazos a unos cuarenta metros.
La muerte de Claudia Deldebbio y las gravísimas heridas de las que aún intenta recuperarse su hija Virginia Ferreyra desde el 23 de julio, cuando fueron baleadas en el Fonavi del Parque del Mercado mientras esperaban un colectivo, constituyen un caso patente del riesgo de vivir en un barrio donde las disputas callejeras son habituales. Al menos dos tiratiros dispararon unos 50 balazos contra quien sabe quién, sin contemplación contra cualquiera que estuviera en el medio.
Otro hecho reciente de vidas mutiladas bajo una lluvia de plomo que tenía otro objetivo es el de Rodrigo Morera, Ainará Altamirano y la niña Auriazul, familia acribillada en mayo pasado en el pasillo de Garibaldi al 57 de barrio Tablada. El grupo homicida buscaba matar a otra pareja a la que venía siguiendo desde el Fonavi de Lola Mora e Hipócrates. En un momento, los asesinos le perdieron el rastro y, por las dudas, dispararon sobre personas que recién bajaban de un auto para visitar a un familiar.
Pegale al que salga. Si sale un chico, pegale igual. Sabés que es un segundo. Al primero que salga, amigo
Si en el ambiente criminal una de las acepciones del verbo "asegurar" es cercar a la víctima sin que tenga posibilidad de escapatoria para, justamente, garantizar la ejecución, hoy los gatilleros parecen jactarse del derroche de balas, de los cargadores largos y las pistolas “chipiadas”, que ofician de ametralladoras improvisadas. El desastre está a la vista. Escenas de crímenes con decenas de vainas servidas, muertos y heridos colaterales. Una exhibición de poder de fuego que, a estas alturas, algunos tildan de expresiones de violencia análogas al terrorismo civil.
En referencia a Los Picudos, gavilla vinculada con Los Monos integrada por pibes tiratiros, un investigador que a diario lidia con causas de homicidios prefirió calificar de “mano de obra barata” a estos adolescentes –algunos menores de 16 años y por lo tanto no punibles– y evitar el mote grandilocuente de sicarios: “Se arriesgan a hacer cualquier cosa. No saben tirar ni hacer inteligencia, por eso todo termina en violencia descontrolada y terminan pagando gente inocente como la bebé”. La beba era Geraldine Gómez, muerta antes de cumplir dos años en la vereda de su casa de Villa Gobernador Gálvez. En la misma secuencia hirieron a su tío y a su abuela.
“Pegale al que salga. Si sale un chico, pegale igual. Sabés que es un segundo. Al primero que salga, amigo”. La orden, que ilustra el espíritu de la época, partió el 24 de octubre de 2021 del teléfono de un recluso de la cárcel de Piñero que en junio sumó 16 años de condena –por instigar un crimen que no se consumó– a los 19 que ya purga por otros tres homicidios. El interno pasó de ser el soldadito predilecto de una banda a, una vez preso, tener pretensiones de control territorial en barrio Tablada. Parecería que basta un poco de renombre, plata para captar mano de obra en busca de cartel y, por supuesto, un teléfono celular para las comunicaciones con el exterior para erigirse como jugador de peso en el paño delictivo local.
La ola criminal no se detiene. “Tocamos fondo. La sensación es que no se puede estar peor. Pero, al mismo tiempo, tampoco hay señales de que la situación pueda mejorar. Porque las acciones del Estado para frenar la ola de violencia y muerte que conmueve a Rosario, y afecta día a día la calidad de vida de sus ciudadanos, fracasan sistemáticamente”, escribió hace un mes Damián Schwarzstein en Rosario3.
Nada hace pensar que esa realidad vaya a cambiar en el corto y mediano plazo.