Abro un Word. Documento en blanco.

Mi mente no está en blanco, estoy aturdida. 

Cuando tenía 8 años me encargaron la primera despedida. Mi mamá me dijo: "Vos que escribis lindo, escribí algo para la tumba de la abuela". Era abril de 1990. 

Mi abuela se llamaba Amada. No entiendo cómo no la hice corta y usé el juego de palabras. La cosa es que yo estaba partida, con mis 8 años partidos, despidiendo a la primera persona en el mundo que me habilitó a ser lo que quería ser. Sentí un dolor enorme que equiparé con mi responsabilidad: tenía que escribirlo. Mi mamá también estaba partida y me lo estaba pidiendo. Hablame de mandatos. 

“Tus hijos y nietos siempre te recodarán”, escribí desde un masculino genérico muy de época. Con distancia profesional, se lo mostré a mi mamá y me dijo que sí, que estaba bien esa síntesis. Mi primer texto en ser publicado iba a quedar en una placa sobre un mármol en el cementerio de Gessler. 

Ahí empezó esta aventura de despedir a personas. No tengo ni la menor idea de cómo o por qué pasó pero que pasó, pasó. 

Con el tiempo me encargaron despedir a ilustres. Graciela Sacco, Mimi Scandell, Juan Forn, Angélica Gorodischer, Viviana Nardoni. Otrxs. 

A algunxs conocí más, a otros, menos. 

Pero siempre que despido, lloro. Porque algo de lo que hicieron me toca y si no, verdaderamente no podría escribir nada. Porque antes que nada, o antes que todo, confío en dos cosas. Confío en escribir como traducción del sentir y confío en la gente que nos toca. 

Anoche, sábado 19 de noviembre, estaba en medio del festejo del cumpleaños de Shuly, en la vereda de Bon Scott, dejando un borde de pizza y ya no me acuerdo si me escribía con Yanina que se iba a ver a La Renga o con Yami, después de abrazarnos en la vereda, o buscando el nombre de la planta Neomarica que Pedro le regaló a Shuly. La cosa es que en Instagram me apareció la foto de Ricardo, mozo del Comedor Balcarce y el texto del post era una despedida. 

Me quedé seca, unos minutos. 

Lo dije en voz alta. Dije “se murió Ricardo, el mozo del Balcarce”. Enfrente mío estaba Flor Garat, que también sabe de despedidas, y dijo “Uh, qué garrón, creo que había visto un posteo en el que le mandaban fuerzas”.

Pienso en las fuerzas del amor. Pienso en la fortaleza de las fuerzas del amor. 

Pasó ese momento. Pasamos a otro tema. Fuimos a bailar y tiramos pasos. 

Nos fuimos a dormir. Creo que dormí, creo que no descansé. 

Amelia, mi hija de 9 años, vino a la cama este domingo a la mañana y me dijo “mami, ¿sabés qué le pasó a Ricardo, el mozo de El Vómito? “, y yo le dije: “No sé hija, habrá estado enfermo". No lo sabía, me puse muy triste.

Pasó el rato. Leí a Marta Dillon en “La intensidad”, un libro sobre el desapego. Conecté con Susan a través de un lápiz que conservo hace más de 10 años. Virtudes del apego, no vamos a dramatizar. 

Almorzamos. Me busqué una copa. Abrí un vino. Me serví vino. Le puse un hielo. Y en el medio de la empanada árabe con ensalada, justo agarrada a la copa, lo vi a Ricardo sirviendo mi mesa. Lo vi trayendo grisines. Lo vi diciendonos a mí y a mi amiga Popi: “¿Qué vinito les traigo, que hoy vinieron sin los chicos?”. Lo vi diciéndome cómo era posible que mi hija estuviera en un huevito en una silla y hubiese salido de la panza y me vi diciéndole: “Mirá Ricardo, yo a mis hijas nos las bautizo en la Iglesia, las bautizo en el Balcarce”, porque creo, y eso no se lo dije, que la tarea de inventarse los templos es propia. Y también las religiones. 

Quiero que les que me lean sepan que Ricardo fue un buen mozo, una compañía, un intérprete de momentos, un habilitador del disfrute, un servidor de grisines y un buen tiempo. 

No sé ahora cómo entrar a ese templo, estoy un poco rota con esta partida y este baile de sinónimos.

Gracias por tu atención, Ricardo.