"Aunque me fuercen
nunca yo voy a decir
que todo tiempo por pasado fue mejor.
Mañana es mejor". ("Cantata de puentes amarillos", Luis Alberto Spinetta)
No era un funcionario más. A mediados de 1988 dirigía Cultura de Rosario y su oficina estaba en Centro Cultural Bernardino Rivadavia. Llegamos por un amigo de un amigo, una larga fila de contactos familiares que le habían pedido el favor de atendernos. Esperamos media hora a que nos diera el espacio para presentarle un proyecto.
Rafael Ielpi ya era un consagrado escritor. Un divulgador de nuestra historia y un enorme poeta. En ese tiempo su bigote ya estaba tan afinado y prolijo como lo llevó siempre.
Intentábamos en ese tiempo, con compañeros de la facultad de Comunicación, editar una revista contracultural. Unas páginas que expongan las contradicciones del sistema y “sarasa”. Una trinchera de jóvenes con ganas de contar historias y declamar su amor por el flaco Spinetta. Se llamaba Puentes Amarillos. En el borrador de su primer ejemplar había un reportaje al mismísimo Spinetta, poemas, historietas de artistas rosarinos y ensayos presuntuosos de intelectuales de 20 años. La dirigíamos con un compañero de la facu que, con inteligencia y sensibilidad, intentaba convencer a Ielpi del buen proyecto editorial que estábamos presentando.
Lo atiborramos de palabras. Necesitábamos dinero para los originales y su impresión. Tener 19 años en ese tiempo era suplicar milagros. Nuestros viejos nos pedían que nos cortáramos el pelo y dejemos de volver tarde por las noches. Nosotros que ellos financien nuestra incierta carrera periodística.
Rosario derrochaba una bohemia que deseábamos contener. En textos, caminos, proyectos. Los bares del centro, la universidad, la poesía, la música. No había espacios para leer lo que deseábamos. Solo algunos pocos lugares donde ese mundo intentaba expresarse. El suplemento de cultura de la Capital que dirigía Gary Vila Ortiz intentaba dar aire a esos tiempos junto con otros “pasquines” hermosos con desprolija continuidad editorial.
“No puedo auspiciar una revista. No tengo fondos para eso”, nos sacudió Ielpi. Era funcionario, poeta, escritor, periodista, pero sobre todo eso un gran tipo. “Ayúdenos Rafael. Esto que queremos hacer no existe en esta ciudad”, le dije exagerando. “En estas páginas reflejaremos la cultura de un tiempo que aún no nació”, dijo mi compañero como si fuese un examen de Olga Corna en Comunicación.
“Dejenme pensar unos días como hacemos”, se conmovió el director Ielpi.
Volvimos a los diez días y sabíamos que nuestra súplica le había tocado el corazón o agotado la capacidad de escucha. Lo que queríamos hacer ya se había hecho cientos de veces en el mundo. Nada era nuevo. Unas páginas que graficaran parte del tiempo de jóvenes que expresaban inquietudes como si fuesen interesantes. La soberbia académica universitaria que nos inspiraba a decir que cualquiera podía escribir, editar, comunicar. Hermoso tiempo en ese lugar nuevo.
La secretaria de Ielpi nos dijo que nuestra inquietud estaba aprobada. Que íbamos a recibir dinero para el primer numero de la revista. Recordábamos que no auspiciaban desde ese ámbito. “Y como hacemos”, pregunté.
“Firmen acá. Ustedes van a cobrar dinero por unas supuestas actuaciones de payasos en distintas plazas de la ciudad”, nos dijo cariñosa. Éramos niños que deseaban escribir. Con poco menos de 20 años nos sentíamos enormes.
Y eso Rafa lo vio. Nos acarició cómplice a la distancia con algo de ternura. Engreídos salimos de las oficinas con el dinero para arrancar un camino hermoso. Puentes Amarillos vio la luz a los pocos meses. Editamos a los tropezones 3 números más. Y cada uno, después de las trompadas del tiempo, siguió con lo suyo.
A Ielpi lo incorporé como maestro, amigo, consultor, compinche toda mi vida. Mis trabajos, amores y elucubraciones en la Posada de Silvia. Me escribió y leyó un texto hermoso cuando me casé con Cinti en 2012 y en marzo de este año me envió dos nuevos textos suyos (aun inéditos) para que los lea y le comente que me parecían.
Con la amiga Lila Siegrist boceteamos un proyecto para quitarle el nombre a la cortada del usurero Barón de Maua y ponerle el de Rafa hace siete años atrás. Los homenajes en vida, siempre.
Esta semana intentaba poner palabras en Radiopolis (Radio 2) al regreso de uno de mis hijos a su vida en el extranjero. Las maletas que se hacen hoy a veces rompen los corazones más duros. Rafa nos decía que debíamos pintar la aldea con el alma. Eso hizo y eso intentamos hacer (en el jingle del programa está su estrofa tal cual me la garabateó en algún bar del centro: “el alma va a pintar tu aldea”).
El miércoles termino la editorial sobre las maletas y los aeropuertos y a las 6:19 recibo del Whatsapp de Rafa un mensaje al mío. Imaginé un abrazo simbólico del escritor, celebrando la crónica emotiva de las partidas y los exilios. Pero no.
Textual. “Roberto soy Dora, murió Rafael de un infarto. Lo velan en Caramuto. Si podés decilo en el programa”.
Enredado en el malón de la radio los cables lanzan chispas difusas. Ese hombre que nos empujó a los 20, lo siguió haciendo siempre. Con talento, creatividad, inteligencia y mucha sensibilidad. Casi todo en esta ciudad cultural fue visto, escrito o empujado por Ielpi.
No hay gracias, ni homenajes, que puedan humanamente contener tanta obra.