Las dos horas de discurso del presidente de la Nación en el Congreso, para la apertura de un nuevo período de sesiones ordinarias, fue de alguna manera una síntesis de sus tres años de gestión: Alberto Fernández empezó tranquilo, reivindicó su moderación –la característica que llevó a Cristina Kirchner a designarlo como candidato en 2019–, pero terminó absolutamente crispado para denostar a la Justicia, la prensa y la oposición. 

Fue otro intento vano por conseguir lo que ya es imposible: el beneplácito de la vicepresidenta, que volvió a tratarlo con desprecio desde que llegó al Parlamento y no lo aplaudió en ningún momento de su alocución, e intentar sostener –sin mencionarlo en forma explícita, probablemente también para evitar la cara de disgusto de Cristina– la posibilidad de su reelección, a esta altura una ficción unipersonal.

El presidente no padece la famosa soledad del poder sino la del fin del poder. Que no comenzó ahora porque es el último año de gestión sino hace mucho, con el descrédito por la fiesta de cumpleaños de su pareja en Olivos, la derrota en las elecciones legislativas de 2021, el fracaso de la política antiinflacionaria y las impugnaciones constantes de Cristina que ninguno de sus gestos de condescendencia hacia ella son capaces de revertir.

Ese vacío quedó graficado en la salida de Alberto de regreso a la Casa Rosada: se fue solo, mientras los pocos militantes de los movimientos sociales que fueron a la plaza –porque el propio presidente reclamó a sus líderes su presencia a través de llamados telefónicos– también se retiraban después de soportar dos horas al sol abrasador del mediodía porteño.

La primera parte del discurso también fue evidencia de la soledad del presidente, que a modo de balance intentó exponer logros de su gestión y reivindicó en varias oportunidades su moderación.  

“Criticaban mi moderación, pero con eso fui capaz de enfrentar los condicionamientos al FMI”. “Fui yo quien con esa moderación el que en plena pandemia construyó hospitales modulares y recuperó el sistema de salud”. “Fui yo el que estuvo al lado de Lula cuando injustamente lo apresaron”. “Fui yo el que estuvo al lado de Cristina cuando fue perseguida injustamente”. 

Autorreferencial hasta el hartazgo, como si nunca hubiera tenido abuela, dejó en claro que necesita celebrarse solo. La pregunta es: ¿ante quién debía defender la moderación? ¿Quién lo cuestiona por eso?

La mayor parte del discurso, finalmente, no estuvo dirigido ni a la oposición, ni a la Justicia, ni a los medios –blanco de la mayoría de sus dardos–, sino a la persona que tenía a su lado: Cristina Kirchner.

La vicepresidenta lo recibió y lo despidió con cara de pocos amigos. Y así se mantuvo durante todo el discurso. Que en muchos tramos debe haberle provocado profundo disgusto. Por ejemplo, cuando dijo que Argentina cumplirá en 2023 tres años de crecimiento ininterrumpido del PBI, algo que no ocurría desde 2008, lo cual linkea con la gestión de Néstor Kirchner y no con la de ella. O cuando sostuvo que cuando se vaya del gobierno no podrán encontrarle ningún hecho por el que se haya enriquecido.

Tampoco debe haber dejado satisfecha a la vice en el tramo más duro de su alocución, en la última parte, cuando atacó sin contemplaciones a la Corte Suprema, defendió el juicio político contra sus miembros –dos de cuyos integrantes, Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz, estaban presentes en el recinto– y acusó a la Justicia de ser parte de un entramado junto a la oposición y los medios de prensa que solo buscaban la “inhabilitación política” de Cristina. No habló de “proscripción”, que era lo que pedía el kirchnerismo duro.

Alberto quedó atrapado en el mismo laberinto de toda su gestión: declama moderación, pero no terminó de ejercerla. Amagó con construir poder propio, pero, como alguna vez dijo Raúl Alfonsín de su propia gestión, no pudo, no quiso o no supo. 

Así y todo, en su afán autocelebratorio, enumeró logros a través de “ciudadanos comunes” a los que llevaron al Congreso para mostrarlos en vivo y en directo, historias individuales de personas que pudieron lo que muy pocos en su gestión: mejorar su calidad de vida. Una mujer que consiguió construir su casa con un crédito inmobiliario no es representativa de la mayoría de las personas que padecen la eterna problemática de la falta de vivienda y los alquileres por las nubes en la Argentina. Esas historias que mencionó el presidente son excepciones: el árbol, no el bosque. 

Ese es un fracaso suyo, pero también de sus antecesores, integrantes del oficialismo y también de la oposición que ahora se propone volver, que se alternaron en el ejercicio del poder no solo sin resolver sino agravando los problemas de un país que no deja de dilapidar oportunidades históricas para salir de la crisis permanente.