Lionel Messi, chiquito, manos en los bolsillos del pantalón vaquero y buzo Nike, subió solo la escalera y apareció como si fuera un error en el hall de espera de Cablehogar en Rosario. No había nadie del Canal 4 para hacerle una entrevista a ese pibito tímido pero de mirada pícara. El cronista deportivo (el querido Alejo Gómez) se había ido a cubrir una práctica de Central y me pidió una mano porque tuvo que salir antes de urgencia. El móvil, el único, debía pasar por el Concejo y él se perdió esa nota. Era el año 2004 y un aumento de la TGI o la suba del boleto, ese museo de novedades, o sacarle una declaración al Sapito Encina era más importante que esperar a un adolescente, a una promesa lejana. Las telarañas del presente suelen ser demasiado pegajosas para el periodismo. El futuro siempre es difuso. Así que ahí estaba yo con el (para mi) desconocido Messi. Lo recibí como quien se encarga de un paquete. Tampoco había un camarógrafo presente y entonces nos empezamos a mirar con la productora del noticiero canal (Verónica Morante), empujada también a sumarse a esa cruzada.

Nos sentamos alrededor de una mesa. Ella buscaba sostener con todas las dificultades posibles la cámara que se le deslizaba por el hombro, como si tuviera un palo enjabonado en lugar de articulación. A mi se caía el cubo viejo con el logo de Cablehogar porque el micrófono nuevo se lo había llevado Alejo a la práctica canalla. Tenía que presionar con el pulgar para evitar el desplome. Messi sonreía, entre divertido con el espectáculo de improvisados y extrañado.

Él, y esto era lo poco que sabía yo, jugaba en el Barcelona y venía de brillar en un amistoso del Sub 20 de Argentina (convocado ante la amenaza de robo del crack por parte de España, y en lo que fue el inicio de una larga relación de alegrías y frustraciones con la celeste y blanca). Había hecho un golazo ante Paraguay. El hijo pródigo volvía de visita, como lo haría tantas otras veces en los años siguientes. Pero esa era la primera que lo tenía de regreso con el aura del éxito reciente, con sus sueños adolescentes que empezaban a dibujarse en la realidad. Seguro había proyectado una recepción triunfal y heroica. En cambio, se topaba con ese dúo, con esa reunión imposible.

La nota de todas las semanas en una práctica de fútbol intrascendente era más importante que él en ese momento y un redactor de un portal de noticias y una productora era todo lo que había. La escasez de recursos y tiempo para retratar una realidad marcada por la escasez de recursos y tiempos. Cada tanto, un Messi pega al salto a ese loop y nos deja a todos en evidencia.

Puede que los años hayan distorsionado un poco la escena pero no recuerdo a nadie más en el canal en ese momento. Como si todos (en aquel muy buen grupo humano y semillero) se hubiesen ido, si de pronto cualquier otra cosa, por más pequeña que haya sido, fuera más trascendente que recibir al próximo capitán de la selección argentina, al héroe de los niños del futuro, al heredero de D10s.

"Era mi sueño jugar en la selección y hacer un gol", alcanzó a decir la Pulga (muchos antes de ser el gigante de Qatar) en una frase que lo acerca al niño Diego Maradona en su mítico video en Fiorito. También reconoció, en ese archivo que rescató Nicolás Figge, que estaba "un poquito nervioso" de subir a la primera del Barsa y jugar "al lado de tantos monstruos".

Los tres hicimos lo que pudimos ese día y la entrevista salió al aire en el programa que conducía Julián Bricco, que no pudo con su oficio de maestro de jóvenes periodistas y me marcó lo obsoleto de hacerle relatar su propio gol a Messi. Ese eco de las viejas transmisiones deportivas de la tele. Aún creo que aquella pregunta fue clave para sumar segundos y llegar a unos dos minutos de grabación con ese genio de la pelota que, después de esa experiencia, dejó de dar notas (o dio muy pocas) a los medios rosarinos.

Messi no lo dirá nunca porque es así de prudente. Pero sospecho que la culpa de esa distancia con los cronistas locales, que mastican envidia por lo bajo ante los pocos colegas que tienen el privilegio de entrevistarlo, el origen de esa desconexión, está en aquel fallido. No sé si es una venganza contra el periodismo rosarino o un largo estrés postraumático pero además de confesar este secreto –que los dos guardamos hasta ahora–, puedo decir con la frente bien alta: “Yo le hice la peor entrevista al mejor del mundo”.