En Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, el 21 de mayo de 1949, nacía, junto a sus catorce hermanos, una estrella en el seno de una familia espiritualmente religiosa como piadosa. No una estrella en la manera convencional del concepto, ya que su humildad siempre actuó como repelente ante la innecesaria fama, sino más bien por destacar su brillo en la ardua tarea humanitaria que la acompañó hasta el final de sus días. Allí, por el año 1949, abría su paso alguien que sería más allá de las creencias, una santa.

No precisa este término pasar por los estándares canónicos oficiales, ya que su santidad la ganó en las calles, producto de su irrefutable amor. Su condición de santa fue ganada con su obra, con su compromiso y con el cuerpo puesto en cada batalla y cada lucha por los olvidados del mundo, reafirmando su espíritu en los barrios más carenciados.

Para este cronista, que tuvo el privilegio de conocerla desde el año 1996, hablar de María Selenia Jordán, es hablar de “la Hermana”, “La hermanita”. Es escuchar cada mañana desde temprano, desde la Estación Franciscana María Madre de la Esperanza, su saludo inicial franciscano de paz y bienestar, donde retornaba con energía y alegría el cuidado absoluto de sus hermanos.

Su nombre no puede escindirse de la pobreza y de la riqueza. Ante el impacto de la pobreza de sus hermanos viviendo en un gran basural, tomó ese hallazgo de carencia extrema como su lugar, hacia el trabajo inclaudicable con el concepto de “pobreza digna”. Esto significaba para ella no solo mitigar en algo su hambre, sino profetizar la educación, sanarlos, amarlos, enseñarles a trabajar, nombrarlos, asearlos, documentarlos, simple y titánicamente: que lograran su libertad.

“Es fundamental, la educación es lo que le da a la persona a realizarse y ser protagonista a su progreso”, decía la Hermana María Jordan.

A sus dieciocho años, logrando un intenso deseo de amor por su vocación, que ya había despertado con anterioridad a sus dieciséis, ingresa a la Orden de las Hermanas Franciscanas Angelinas, hasta su ordenación. De allí llevó consigo, y para siempre, el compromiso de dicha orden; principio y fin de la misma: "El amor a la pobreza, la construcción de la fraternidad y el abandono confiado a la voluntad de Dios".

Luego de varios destinos, y una estadía intensa en Italia, la Hermana decide bajo el deseo de la orden franciscana, estar presente en lugares donde el mundo alertara zonas de punzante pobreza. Así fue que, luego de un largo paso por Brasil (1985), donde trabajaba religiosamente en la zona del sur de dicho país, hasta llegar al Mato Groso, donde se involucra ya a modo de evangelización, llega a nuestra amada ciudad de Rosario, con tan solo una indicación de sus superiores, quienes dejaron a disposición de María Jordan el mensaje de que aquí, en nuestras tierras, necesitábamos la ayuda de una mano celestial.

Cumpliendo el mandato misionero pregunta: “¿Cómo voy a misionar en Argentina, que es la Europa Americana?”, sin imaginar, una vez allí, ver el destrozo de la miseria humana que en esos barrios moraba. Tiempo después confesaría que jamás imaginó la miseria que encontró en Argentina. A su propio decir, más que una villa-miseria era un lazareto: hambre, enfermedades, soledad, abandono total; moscas y basuras por todas partes, rostros marcados por el sufrimiento y quemados por el sol, con poquísimas expresiones en castellano, refugiados bajo unos tolditos improvisados con el nailon de los basurales. Eran hermanos indígenas provenientes del norte argentino: “Son Tobas”, le indicaron al preguntar. Este encuentro cambiaría su vida para siempre

De esta manera, se acentuó como santa en El Basural de Empalme Graneros, junto a los Tobas, y su inspiración y disposición se transformaron en un impacto vocacional de gran esplendor, adoptando a la ciudad de Rosario como propia, y esta última haciendo de María Jordan un patrimonio eterno de su alma. Febrero de 1996 marca la bisagra de la Hermana María y nuestra ciudad, donde de ese basural impulsa una gran familia con urbanización sistemática; con ayuda de los Tobas comienza a gestar un barrio, con sus calles, enganches de agua potable, escuelas y dispensarios.

Citándola textualmente: “La mayoría de los indígenas eran analfabetos, empecé a enseñarles a escribir su nombre, sentados en cuclillas para sostener el pedazo de papel sobre los muslos, luego se sumaron voluntarios para la alfabetización con muchas satisfacciones para ambos. Fue muy importante la documentación, gran parte de estos hermanos no tenían el DNI.”

Muchas rosarinas y rosarinos contagiados por esa energía única, así como también creyentes y no creyentes, religiosos y no religiosos, comenzaron a colaborar con esa obra que parecía inalcanzable. Contactos con el gobierno municipal y provincial, más todo el ámbito privado, logran una sinergia de ayuda humanitaria. También hubo aportes de estudiantes, universitarios, empresas nacionales e internacionales, logrando un movimiento casi sísmico de amor por el prójimo. Y los resultados no tardarían en llegar.

Los índices de desnutrición comienzan a bajar, la asistencia sanitaria se hacía paso entre las calles, los educadores acompañaban con sus libros y los artesanos fomentaban una rueda de pequeña economía sustentable. Ver ese “basural” transformado en una “villa digna” parecía un sueño.

A pesar de los conflictos con el narcotráfico y los distintos sectores políticos, nada la detenía, incluso no pudieron detenerla los impulsos políticos por expropiar las tierras. Su magnífica obra barrial cuenta con jardín de infantes, escuela primaria, escuela de oficios, comedor comunitario y hasta una capilla. Más de 17.000 personas viven en ese predio que una vez impactó como un simple basural.

Pero por esos azarosos movimientos del universo, ella, junto a miles de rosarinos, transformaron ese basural en un lugar repleto de esperanza. La labor y el compromiso de María Jordan fue tal que, en un momento determinado, la orden pidió su traslado, y este cronista fue testigo de la movilización llevada a cabo por religiosos, abogados, arzobispado y sacerdotes para que pueda continuar en Rosario sin ser trasladada.

La dispensa papal llegaría prontamente, y luego la creación de la Estación Franciscana María Madre de la Esperanza, donde Juan Pablo II resaltó la titánica obra que llevaba esa monjita en el barrio, un basural donde el hambre, la droga, la mugre y el desamparo, tenían una estrella luminosa que, con una sonrisa envuelta, no solo en su rostro sino en quien la rodeara, ante cualquier dificultad exclamaba casi implorando.

Su obra pasó a constituir en su persona una figura de trascendencia nacional e internacional, contando con fieles de varias partes del mundo. Así, italianos, estadounidenses, argentinos, alemanes y bolivianos, fueron parte de sus obras en Argentina y Estados Unidos, con donaciones, conexiones internacionales y ayuda permanente.

Un cierto día, a raíz de un malestar físico que la acechaba, decidí llevarla a un prestigioso centro de salud de la ciudad, a lo que ella, a pesar del agradecimiento, rechazó atenderse en un lugar inalcanzable para sus hermanos y compañeros de barrio. Quería constantemente ser parte de aquello por lo que estaba luchando, y así fue día a día, sin cesar el aliento.

Luego vino su enfermedad. El pronóstico inicial a fuerza de la ciencia y su inquebrantable fe fue trasmutando con el correr del tiempo, sabiendo siempre ella que su partida podía ser inminente. Soy fiel testigo de que, a pesar de su deterioro físico, jamás dejó de luchar y trabajar por el barrio que tanto amaba, incluso dejando su malestar en segundo plano para priorizar el bienestar de sus compañeros.

Su trámite de nacionalización se vio interrumpido por este nuevo enemigo pandémico. No llegamos a tiempo. Pero me reconforta pensar que las calles del barrio, sí, de tu barrio, aquél que levantaste desde los cimientos juntos a tus innumerables compañeros de vida, te van a festejar por siempre con la enseñanza que una vez nos serviste.

Rosario, tu amada ciudad, ha perdido hoy gran parte de su brillo. Te vamos a extrañar.

Descansa en paz, Hermana.  

*Por Jorge Ernesto Mattos (con la colaboración de Francisco Faure)